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Los Linderos Filosóficos del Contractualismo Político1

 

Resumen

Hobbes, Locke, Rousseau y Kant suelen ser catalogados como pensadores contractualistas por compartir la lógica narrativa de que el origen del Estado tiene un carácter pactual. Estableciendo los linderos del contractualismo con respecto de otras teorías sobre el origen del Estado, buscando posturas filosóficas afines y evaluando la coherencia interna en las narrativas de estos autores, en el presente artículo se contrastan los principales argumentos de los autores con los requerimientos que exige la filosofía para conformar un cuerpo teórico unificado.

Palabras clave: 

Contractualism; Iusnaturalism; State theory; political theory; political philosophy.

Abstract

Hobbes, Locke, Rousseau, and Kant are often considered contractualist thinkers because they share the narrative logic that the State has a pactual origin. By establishing the boundaries of Contractualism (and of Contractarianism) with respect to other theories about the origin of the State, looking for kindred philosophical positions, and evaluating the internal coherence in the narratives of these authors, this article contrasts the authors main arguments with the requirements demanded by philosophy to conform a unified theoretical body.

Keywords: 

contractualismo; iusnaturalismo; teoría del Estado; teoría política; filosofía política.


Introducción

El objetivo del presente artículo es demostrar que la elaboración de una teoría general del contractualismo político es posible mientras se concreten dos tareas previstas por la filosofía: 1) la diferenciación del contractualismo con respecto de otras explicaciones tentativas acerca del origen y fundamento del Estado2 (definición de los linderos externos del contractualismo político), y 2) la esquematización de un conjunto de propiedades comunes a toda explicación contractual del Estado a manera de puntos de similitud y contraste entre los autores que recurren a dicha tradición filosófica como método explicativo del fenómeno estatal (trazado de la dinámica conceptual interna del contractualismo político).

A primera vista, podría parecer que nuestro objetivo es, por decir lo menos, ocioso: ¿acaso no es suficientemente obvio que el contractualismo político es lo que es, habida cuenta de que se diferencia de otras teorías que pretenden entender3 los mismos fenómenos y, paralelamente, pretende -como el resto de las teorías- alcanzar dicho entendimiento según sus propias herramientas metodológicas? Desde luego que sí, pero creemos que no es igualmente obvio por qué y cómo esto es así. La relevancia de este artículo se encuentra, pues, no en la respuesta afirmativa a esta pregunta, sino en las explicaciones contractualistas que se encuentran detrás de ella (recurriendo a términos aristotélicos, y según las explicaciones que aquí consideramos, en sus causas formal y eficiente).

La primera parte de este artículo se ocupa de conceptualizar la noción de teoría, tanto en la filosofía como en la historia de las ideas políticas. Al diferenciar ‘teoría’ de ‘filosofía’ política, se establecen los primeros pasos para distinguir presuposiciones normativas de realidades y aspiraciones en términos políticos con respecto de esquemas que critican, diagnostican y proponen reglas para la organización política de una sociedad.

Una vez aclarada la distinción entre teoría política y filosofía política (ubicando a la primera como un espacio intersticial entre la accidentalidad del mundo empírico y la abstracción normativa propia de la filosofía política), se establecen los criterios que un conjunto de hipótesis debe cumplir para poder considerarse como parte de un cuerpo teórico unificado.

Posteriormente, se analizan tanto las categorías comunes como la coherencia interna de las narrativas contractuales halladas en los textos de Hobbes, Locke, Rousseau y Kant para arribar a la conclusión de que, al menos en términos filosóficos, los textos políticos de estos autores pueden considerarse parte de una misma teoría general.

Por último, exhibimos algunos de los problemas -principalmente conceptuales y normativos- a los que se enfrenta el contractualismo político propio de la modernidad, con el fin de dar cuenta no sólo del contenido particular de dichos problemas, sino de la ejemplificación de la que, a nuestro parecer, es una tesis epistemológica central: la coherencia de una teoría no implica infalibilidad.4

Filosofía política y teoría política

A pesar de describir un desarrollo dispar a lo largo de la historia de las ideas, y de presentarse como estructuras cognitivas con estatutos epistémicos diferenciados, la filosofía y la teoría política presentan una interconexión irremediable.

La primera ostenta el carácter abstracto, universal, quizá apriorístico del pensamiento encargado de conformar presupuestos axiológicamente fundamentados sobre el Estado, las relaciones sociedad-gobierno o la forma ideal de comunidad. Por su parte, la teoría política posee un cariz natural de narración ex-post que se ocupa de la explicación lógica y estructurada de eventos empíricos esenciales para entender las reglas de lo político. A esto, merece la pena agregar que la teoría también se materializa en esquemas ex-ante desarrollados para contar con órdenes de interpretación de los eventos políticos a partir de una concatenación coherente de conceptos y argumentos. En este sentido, la teoría política se ubica en un espacio intersticial ente los preceptos universales de la filosofía y la accidentalidad del mundo político tangible.5

¿Qué es una teoría y qué elementos fundamentales la constituyen?

Una aproximación inicial a la noción de ‘teoría’ es la de campos cognitivos delimitados por conceptos lógicamente interrelacionados que generan “principios, o hipótesis de cierto grado de generalidad (y, por consiguiente, de cierta fertilidad lógica)”,6 cuya finalidad es unificar conocimientos para presentar una visión sistemática de fenómenos particulares.

Al plantearse desde la filosofía (incluso hay quienes defienden que toda teoría se origina en preguntas filosóficas de primer orden),7 esta interrogante sobre el contenido y la función esperada de la teoría en las ciencias sugiere que la labor explicativa de toda teoría se ve necesariamente impregnada de presupuestos que determinarán tanto sus fronteras exteriores como su coherencia interna y su capacidad exegética. En tal sentido, resulta imposible pensar en una teoría carente de asideros filosóficos que respalden sus argumentos nucleares al momento de explicar determinado aspecto de la realidad política.8

El debate del siglo XX entre las definiciones sintáctica y semántica de la teoría científica9 pone de relieve esta vocación explicativa de la teoría. Empero, tal discusión parece dejar de lado un componente central para la filosofía política: su carácter ideal. Y es que las teorías ideales se niegan a conformarse con ser meras proposiciones descriptivas sujetas a comprobaciones contrafácticas. Éstas reclaman ser mapas intelectuales deliberadamente confeccionados para orientar a las personas en la consecución de realidades políticas más justas, más legítimas, más libres, más igualitarias, más eficientes, etcétera. Con ello, se tiene que las teorías pueden fungir también como construcciones lógicas de situaciones políticas más deseables que las que gobiernan una realidad empírica dada.10

Ya sea que se las procure como justificaciones para la obediencia, como secuencias lógicas de socialización que culminan en un orden determinado, o como aspiraciones políticas sustentadas sobre principios éticos, todas las aproximaciones teóricas hacia lo político contienen una trama filosófica de fondo.

Dicho lo anterior, es posible identificar a la teoría política como una dimensión conceptual de esquemas filosóficamente sustentados que recortan, seleccionan y ordenan la información sobre el mundo político bajo mecanismos intradiegéticos y modelos propios, con fines tanto explicativos como orientativos. En este sentido, la teoría política cumple con las funciones de criticar y diagnosticar las reglas, prácticas y organización de la acción política, la naturaleza de los bienes públicos, las decisiones comunes y la organización de las sociedades mediante decisiones de autoridad.11 Pero a su vez ha reclamado, para sí, el compromiso de ordenar lógicamente la realidad pública mediante la construcción de mundos posibles lo suficientemente verosímiles como para ser considerados puertos tanto deseables como asequibles en términos de organización institucional, jerarquización de valores y funcionamiento gubernativo.12

La filosofía política, por su parte, se ha mantenido como una forma abstracta de conocimiento que si bien busca -junto con la teoría- hacer inteligible la realidad política, se basa en presuposiciones que responden a cuestiones como la forma óptima del Estado o el contenido normativo de una sociedad justa. Asimismo, el entramado intelectual de la filosofía sirve para dar consistencia a toda teoría sobre lo político, en tanto que cualquier teoría política retoma de la filosofía una serie de mandatos, como ciertas preconcepciones del ser humano, ciertos juicios de valor para el análisis de determinada acción política, o formas idóneas de funcionamiento político, que no suponen criterios marcadamente apriorísticos, pero tampoco marcadamente empíricos.13 Finalmente, puede decirse que la filosofía es necesaria para descubrir los estándares de las buenas teorías, para validar sus modos de explicación, y para ofrecer una base epistemológica firme en aras de estimular el progreso científico.14

Fronteras externas y coherencia interna. Criterios epistemológicos para la construcción de la teoría política

Desde la filosofía se pueden establecer reflexiones en torno a aquello que hace que un conjunto de explicaciones sobre un mismo fenómeno pueda ser considerado como una teoría. Es decir, la filosofía posibilita la agregación de explicaciones aparentemente desarticuladas en la categoría de teorías, proveyendo los conectores analítico-normativos necesarios para ordenar estos discursos relativamente autónomos y darles un sentido interpretativo unificado. Después de todo, la filosofía nunca ha dejado de desempeñar un papel estelar en el descubrimiento y en la valoración de nuevas teorías,15 motivando investigaciones de segunda instancia cuyo objetivo es organizar ideas o sistemas de pensamiento sobre lo político para ubicarlos dentro de la categoría de teorías generales.16

Empecemos por reconocer que la premisa capitular de que las teorías deben tener consistencia externa e interna, eficacia heurística y parsimonia,17 es una afirmación epistemológica, pues estos requisitos normativos sobre lo que debe reunir una teoría no son más que expectativas definidas por valoraciones o comportamientos esperados sobre lo que debería ser o contener una teoría.

Para los fines prácticos de este artículo, nos centraremos únicamente en tres requisitos normativos ubicados por la filosofía para la conformación de una teoría: a) el uso de preceptos filosóficos constantes y articuladores; b) la existencia de fronteras externas, y c) la consistencia interna del cuerpo teórico.

Además de contener preceptos filosóficos como una determinada preconcepción del ser humano, nociones sobre un sistema idóneo de gobierno o los modos decisionales más efectivos, una teoría política debe satisfacer el criterio de restricción, es decir, explicar un número limitado de elementos observables en la naturaleza para estimular futuras investigaciones de manera heurística.18 Así, la conformación de una teoría carga la consigna de trazar linderos que, en primer lugar, establezcan preocupaciones disciplinares y que, posteriormente, problematicen la existencia de determinado fenómeno para incluirlo dentro de un campo discreto de abstracciones posibles. Con esto nos referimos a la delimitación de los objetos o fenómenos que una determinada teoría buscará explicar. Así, por ejemplo, cuando se habla de teoría política, el primer elemento a atender es “la determinación del concepto general de ‘política’, como actividad autónoma, manera o forma del espíritu […] que tiene sus características peculiares que la distinguen así de la ética como de la economía, el derecho o la religión”.19 Realizada esta delimitación, es imperante reconocer que no toda teoría de lo político se ocupa de los mismos problemas. En este sentido, se pueden teorizar asuntos particulares de interés político, como los orígenes del Estado, el comportamiento histórico de las élites, la teoría de las formas de gobierno, etcétera.

Cabe aclarar que cuando hacemos alusión a los linderos externos de la teoría, no consideramos que los contenidos de un cuerpo teórico dado sean privativos para el uso de determinada disciplina, sino más bien nos inclinamos por reconocer la necesidad de acotaciones parciales de la realidad en su conjunto, pues la comunicación interdisciplinaria, la pluridisciplinariedad y la interdisciplinariedad se presentan como horizontes factibles para el diálogo de categorías, narraciones, criterios y métodos con el objeto de ofrecer explicaciones más integrales sobre la realidad objetiva a través de la teoría.20 De hecho, la discusión temática que concierne a este artículo (la teoría política) se describe como un área que abarca varias disciplinas: la ciencia política, el derecho, la historia, la sociología, la economía, con todas sus zonas limítrofes.21

Otro criterio que aquí recuperamos para esbozar lo que debe ser una teoría, se refiere a la aproximación particular que cada cuerpo explicativo hace sobre un fenómeno dado. La propuesta de definiciones propias, de preceptos y, sobre todo, el establecimiento de una conexión entre conceptos a través de reglas que gobiernen esas relaciones para definir una narrativa única sobre un fenómeno, es la forma en que una teoría provee de significado a la dimensión constitutiva de cierta realidad, haciendo inteligible la complejidad del fenómeno bajo observación. En otras palabras, el estatuto de teoría se concede sólo a aquellos esfuerzos intelectuales sistemáticos que proveen una explicación particular, irrepetible y estimulante sobre determinado fenómeno.

Al respecto, se puede advertir que el espacio de la teoría política es una parcela cohabitada por distintas aproximaciones, métodos y posturas normativas que compiten por ganar preeminencia sobre el resto como visiones dominantes para el estudio de lo político. “Más allá de si la teoría es sistemática o diagnóstica en su enfoque, textual o cultural en su orientación, analítica, crítica, genealógica o deconstructiva en su método, idealista o realista en sus procedimientos, socialista, liberal o conservadora en su postura, el campo da la bienvenida a todas estas aproximaciones”.22

Hacia una teoría general del contractualismo político

Hablar de una ‘teoría del contrato político’ es asumir que los distintos textos que comúnmente se consideran pertenecientes a la tradición explicativa del contractualismo político comparten un conjunto de principios interpretativos sistematizados y coherentes sobre el origen y el fundamento estatal que los hacen ocupantes de un mismo anaquel teórico. No obstante, a la fecha, se cuenta con pocos ejercicios que, desde la filosofía, profundicen en torno a la posibilidad de una teoría unificada del contrato social.

Si bien la similitud sintáctica de los distintos textos contractualistas parece evidente, cuando evaluamos las ideas del contrato político desde la postura semántica se observa que “las teorías contractualistas de los siglos XVII y XVIII constituyen un conjunto variopinto de contenidos”,23 pues existen diferencias sustantivas en torno a factores como el tipo de contrato que postulan,24 la tipología que presentan sobre la naturaleza del ser humano,25 los límites que impone el contrato a la libertad, la función del contrato, y el tipo de Estado que resulta de dicho pacto.26

Esta condición se refleja en el tratamiento indistinto que normalmente se les otorga a los cuerpos explicativos contractuales en la literatura, pues mientras que en ocasiones se les trata como sistemas pertenecientes a una misma teoría (a menudo vinculada al iusnaturalismo), en otros casos se les otorga una categoría de doctrina, corriente, tradición, ideas, técnicas o hipótesis independientes que desembocan en conclusiones diferenciadas y que necesitan siempre referir a sus respectivos creadores.

En las siguientes líneas detallaremos los factores de configuración teórica del contractualismo determinados por la filosofía: a) la delimitación de posturas filosóficas comunes en los textos del contractualismo; b) el establecimiento de fronteras explicativas con respecto de otras teorías sobre el origen y fundamento del Estado, y c) la descripción del orden y la coherencia interna del contractualismo a través de un análisis de categorías narrativas comunes, así como de las diferencias que se hallan en los distintos tratamientos realizados por los autores clásicos del contrato político.

Posturas filosóficas comunes

Si las teorías son cuerpos explicativos indefectiblemente vinculados a preceptos filosóficos, el primer paso para delinear una teoría general del contractualismo es la definición de consentimientos filosóficos comunes entre los autores. Esto permitirá, de manera preliminar, determinar si entre las obras del contrato político existe un común denominador más allá de recurrir a un “contrato o, más específicamente, al consentimiento de los individuos […] como fuente de la obligatoriedad de los mandatos jurídicos, políticos o morales”.27

Un primer factor de afinidad filosófica que permite comprimir los distintos textos que recurren al contrato como método de construcción y asignación tanto de valores como de funciones políticas para el Estado, puede hallarse en el hecho de que “el núcleo de la teoría del contrato social lo constituye la idea de que el gobierno legítimo es el producto artificial de un acuerdo voluntario entre agentes libres y de que la autoridad política ‘natural’ no existe”.28 Este argumento deriva de una pregunta filosófica que, si bien podría satisfacerse de manera empírica, es resuelta por los autores contractualistas a través de un ejercicio apriorístico, pues todos ellos asumen una misma postura en torno a la artificialidad del poder político. Lo importante de esta noción es que, cuando se opta por un presupuesto filosófico como que “el poder político es artificial”, se hace necesario un acto legitimador que, en el caso de todos los contractualistas, aparece como un acuerdo pactual realizado por individuos bajo condiciones de libertad.29

El otro elemento filosófico que vincula los trabajos de Hobbes, Locke, Rousseau y Kant es la defensa del presupuesto iusnaturalista,30 el cual asume al ser humano como centro del debate en toda probable relación de poder al verlo como poseedor innato de derechos.31 Esta tesis no puede tener un carácter más apriorístico. Es por demás ocioso comentar sobre la imposibilidad de probar empíricamente la afirmación de que los seres humanos nacen con derechos (tesis iusnaturalista), en oposición a la idea de que los obtienen hasta que éstos son codificados y reconocidos por una entidad política superior (tesis iuspositivista).

De los anteriores principios filosóficos del contractualismo deriva una serie de posturas sobre la legitimidad y el consentimiento de la autoridad que le da una innegable consistencia teórica unificada como explicación del fenómeno estatal.

En primer lugar, todos los autores coinciden en que el acuerdo mediante el cual se genera la autoridad política proviene de decisiones individuales logradas por sujetos concretos y libres, haciendo de la relación Estado-individuo un nexo no mediatizado por algún cuerpo intermedio.32 Que el poder político sea resultado de un acuerdo entre individuos que no precisaban de una autoridad para ser sujetos de derechos, sugiere una postura filosófica que reflexiona al Estado desde antes de su existencia, priorizando a las personas, sus derechos y su capacidad de decisión como antecedentes de toda autoridad política.33 Estos considerandos son, en todos los casos, productores de los mismos resultados derivativos en los textos que recurren al contrato político como evento fundacional del Estado.

En primera instancia, se tiene que el origen pactual del Estado no avala a esta entidad como máquina de poder irrestricto. Al ser producto de una asociación racional ente personas con derechos preexistentes, la ley no es una norma de imposición que sitúe los intereses de los poderosos por encima de los intereses de los débiles, pues el mero evento contractual presupone una misma categoría para todos los ciudadanos en posesión de una misma cantidad y calidad de derechos desde antes del surgimiento del Estado.34 De igual manera, la propuesta de un contrato anticipa la articulación de dos tipos de interés en un evento político de unificación: los de la sociedad civil (privados) y los del Estado (públicos), lo que por consecuencia habla de un acuerdo (no de fuerza e imposición) de garantía para la convivencia política con pleno respeto de los derechos naturales del ser humano.

Resulta a su vez interesante notar cómo, en este punto, los autores del contractualismo no cuestionan la necesidad de la vida en sociedad ni el requerimiento de un orden político que cuente con mecanismos institucionales para procurar determinada convivencia política en oposición al estado de naturaleza. En este sentido, todos los autores aquí referidos concuerdan en que el contrato es la mejor forma de sublimar los intereses individuales en un solo interés general que represente el orden público sin que la consolidación de éste desconozca tanto demandas como requerimientos del “hombre privado”. Esto es lo que Bobbio entenderá como el impulso y la defensa del mercado desde una base ilustrada mediante la separación entre sociedad civil y Estado para el aseguramiento de la propiedad privada, con límites explícitos y filosóficamente fundados para el poder político del gobierno.35

Finalmente, todos los contractualistas consultados comparten “la relativa ahistoricidad de los presupuestos del modelo social que sirven de base a la construcción del sistema jurídico y del Estado”,36 mientras que coinciden en su intento por dotar de validez a la genética del Estado empleando una lógica científica en sus obras.37 Descontando los tímidos intentos de Locke a este respecto, ello significa que las explicaciones contractualistas sobre el fenómeno estatal tienen la clara intención de no verse condicionadas por la historia, sino que descansan en supuestos apriorísticos para explicar el comportamiento natural (preestatal) del ser humano a partir de un conjunto de reglas que, si bien no estaban escritas y no podían ser empíricamente estudiadas, se podían intuir desde la razón y que, de algún modo, condicionan las reglas del Estado civil.38

En conclusión, los comunes denominadores filosóficos del contractualismo se encuentran en la ahistoricidad de la volición contractual del ser humano, en el voluntarismo individual como origen de lo político a través de un evento de origen contractual, en la preexistencia de un catálogo de derechos individuales anterior a la existencia del Estado, en la artificialidad de la autoridad, y en los consecuentes preceptos a lo que esto conlleva, a saber, la innecesaria mediación de cuerpos intermedios en las relaciones entre sujeto y ente de poder, así como un Estado limitado por los derechos de los seres humanos, la propiedad privada y el espíritu industrial.

Linderos externos. Diferencias entre el contractualismo político y otras teorías sobre el origen y el fundamento del Estado

De acuerdo con Rychlak,39 la función delimitadora de la teoría es el primer paso para la especificidad en el estudio de los fenómenos. Hacer observaciones lógicamente fundadas sobre un fenómeno en particular a lo largo del tiempo es lo que permite profundizar el conocimiento en torno a ciertos eventos o factores de la realidad.

En el presente artículo nos enfocamos solamente en el fenómeno a explicar como criterio para esbozar una teoría general del contrato político. De manera particular, nos concentramos en las teorías que pretenden descifrar el fundamento y la justificación del Estado a partir de su genética. Así, reconocemos la existencia de tres cuerpos que explican el fenómeno del Estado desde su origen con un enfoque analítico: el organicismo, el historicismo, y el contractualismo.

Este criterio permite establecer preliminarmente linderos exteriores específicos para la configuración de una teoría general del contrato político. Aunque esto no nos hace inconscientes de que a lo largo de la historia del pensamiento político se han planteado distintos argumentos para diferenciar al contractualismo con respecto de otras narrativas que explican el origen y el fundamento del Estado. La más característica es aquella que cuestiona que la voluntad (individual o colectiva) sea el origen y el fundamento de la soberanía política. Fernández García señala que “las teorías contractualistas se distinguen de otras teorías sociales y políticas por dos motivos especiales y concluyentes. En primer lugar, de aquellas que cuestionan la vida en sociedad y la necesidad del poder político. En segundo lugar, de aquellas que conforman su principio de legitimidad al margen de las ideas de pacto, consentimiento o acuerdo”.40

Las teorías que cuestionan la vida en sociedad y la necesidad del poder político pueden ser axiológicamente atractivas, pero son fácticamente insostenibles: una cosa es decir que una vida suficientemente autárquica es deseable y otra muy distinta es decir que dicha vida suficientemente autárquica es genuinamente posible. En cuanto a las teorías que “conforman su principio de legitimidad al margen de las ideas de pacto, consentimiento o acuerdo” (teorías representadas por el organicismo y por el historicismo), éstas no sólo tienen la pretensión de abstraer la noción de legitimidad de un pacto, sino también la de ser explicaciones no-artificiales del surgimiento y del desarrollo de la vida política y social.

Sobre las concepciones organicista e historicista del Estado vs la concepción contractualista del Estado

Por ‘concepción organicista’ del Estado entenderemos la visión aristotélica del Estado, y por ‘concepción historicista’ entenderemos la concepción hegeliana. Aunque entre ambas existen algunas diferencias importantes, las teorías organicista e historicista comparten un supuesto toral: que la asociación política, culminada en la aparición del Estado, es inevitable, ya sea por la constitución metafísica de los seres humanos (el zoon politikón aristotélico) o por el determinismo histórico hegeliano.

Con respecto al contractualismo político, dicho supuesto contraviene la mismísima lógica de la teoría contractualista: la asociación política, culminada en la aparición del Estado, no es inevitable. Comparativamente, entre las teorías organicista e historicista vs la teoría contractualista es posible identificar lo siguiente:

  1. Metodológicamente, las teorías organicista e historicista comparten el supuesto de que las creencias, los valores, y los objetivos individuales son irrelevantes al momento de explicar fenómenos sociales. En cambio, para la teoría contractualista, dichas creencias, valores, y objetivos individuales resultan fundamentales para explicar fenómenos sociales.

  2. Ontológicamente, la teoría contractualista rechaza la idea de que el proceso de asociación política, y su resultado, el Estado, sean naturales (Aristóteles) o estén determinados (Hegel), para dar lugar a la idea de que el proceso de asociación política, y su resultado, el Estado, son artificiales.

  3. Con respecto a la teoría aristotélica, la teoría contractualista modificó la relación del todo con sus partes: en la teoría aristotélica, el todo (el Estado) es lógicamente anterior, aunque no cronológicamente anterior, a sus partes (los individuos); en la teoría contractualista, las partes son cronológica y lógicamente anteriores al todo.

En breve, mientras que para el contractualismo el orden político se construye de forma deliberada,41 artificial, por decisión individual y mediante una ruptura con determinado orden previo, el organicismo y el historicismo entienden la conformación estatal como el resultado de procesos ajenos a la voluntad individual.

Orden y coherencia interna. Categorías narrativas comunes del contractualismo político

Además de delimitar cualitativa y cuantitativamente los fenómenos de su interés, las “buenas teorías” deben cumplir de manera eficaz una función integrativa de sus conceptos a partir de constructos conectivos para controlar posibles efectos distorsionadores de sus explicaciones,42 esto es, las teorías necesitan de cierta coherencia interna que les proporcione mecanismos argumentales para explicar el fenómeno que buscan explicar con el menor dispendio de recursos lógicos.

Siguiendo este criterio, expondremos las fórmulas narrativas del contractualismo político según: a) la moralidad que cada teoría contractualista particular atribuye a los agentes en el estado de naturaleza; b) las características que cada teoría contractualista particular asume que deben poseer los individuos para llegar a un contrato político; c) el tipo y el objeto del contrato celebrado, y d) una vez celebrado el contrato político-civil, las principales funciones del Estado resultante. Ya que cada una de las teorías aquí presentadas contempla un dispendio de recursos teóricos para cada uno de estos puntos, y ya que estos puntos, tomados en conjunto, constituyen instancias de lo que identificamos como elementos de configuración teórica del contractualismo determinados por la filosofía, pretendemos mostrar que es posible elaborar una teoría general del contractualismo político.

Moralidad del agente en el estado de naturaleza

  • Hobbes: el agente es amoral, porque la naturaleza obliga al ser humano a preservar su vida y, cuando no puede hacerlo por medios pacíficos, posee el derecho natural de recurrir a cualquier medio de autopreservación.

  • Locke: por las leyes naturales, el individuo está obligado a mirar por sí mismo y por los demás en vida, libertad, propiedades, y salud.

  • Rousseau: naturalmente, ninguna persona tiene interés en dañar a otra(s) persona(s) de forma deliberada. Su comportamiento se mueve entre la socialización y el aislamiento, dependiendo de sus circunstancias.

  • Kant: al igual que en la teoría rousseauniana, su inclinación oscila entre la sociabilidad y el aislamiento.

Características que deben poseer los individuos a fin de establecer un contrato político

  • Hobbes: la propensión natural a reconocer que, en un estado de naturaleza, la probabilidad de preservación es pequeña. Al mismo tiempo, la capacidad de contemplar que la renuncia a los derechos y a las fuerzas privadas es la única estrategia compatible con el mandato de autopreservación.

  • Locke: la capacidad de conformar y de vivir en una comunidad a pesar de vivir en un estado de naturaleza endeble, y de haber desarrollado, en algún momento, la consciencia sobre la fragilidad de dicho estado de naturaleza para los propósitos de hacer políticamente efectiva la inalienabilidad de ciertos derechos naturales y de hacer moral y fácticamente posible la acumulación de capital.

  • Rousseau: la propensión a reconocer las injusticias del Estado civil desigual en el que se encuentran presentes. Asimismo, la disposición a deliberar, in foro interno, sobre la definición de los criterios político-jurídicos del Estado.

  • Kant: la aptitud de identificar su deber histórico: llegar a la adultez moral de la especie humana por medio de la razón, a fin de desarrollar criterios universales de justicia; la capacidad de colocarse en una posición neutral que anteponga la razón y la moral a las disposiciones fenoménicas de los individuos.

Tipo y objeto del contrato

  • Hobbes: ya que tiene lugar ante un vacío jurídico y moral total, su contenido es total porque crea derechos y define obligaciones previamente inexistentes. Su alcance, salvo por el respeto al derecho a la vida de los individuos, es absoluto.

  • Locke: ya que tiene lugar con bases morales y con derechos naturales preconcebidos, su alcance es parcial, porque quedan fuera de la jurisdicción del Estado los derechos relativos a la vida, la salud, la propiedad, y la libertad individual. Así, los individuos contratantes tienen una esfera de acción privada inviolable no sólo por otros individuos, sino también por el Estado.

  • Rousseau: el objetivo de hacer un contrato social es remplazar un orden civil injusto con leyes que, al ser creadas por todos, son imparciales.

  • Kant: al igual que en Hobbes, el contrato es total, pues, a pesar de haberse celebrado sobre bases morales previas, se crea ante la ausencia de un sistema público de derecho. El Estado crea derechos y asigna responsabilidades no previamente existentes.

Funciones del Estado civil contractuado

  • Hobbes: la principal función del Estado es preservar el orden, la seguridad, y la paz, por lo que cuenta con una pretensión decisional absoluta.

  • Locke: el Estado civil contractuado está limitado por los derechos naturales de los individuos. Los agentes individuales siguen las directrices del Estado porque, en su ausencia, otro(s) individuo(s) podría(n) interferir en su ámbito de acción individual.

  • Rousseau: a partir de la redistribución de recursos y del reconocimiento de derechos universales, el Estado contractuado permite la realización de la libertad positiva de los individuos.

  • Kant: siendo las leyes el máximo producto de la razón colectiva, el Estado está moralmente acotado por ellas. Los individuos kantianos obedecen al Estado porque éste no es más que una manifestación de la moral universal.

Mediante las categorías de moralidad precontractual de los agentes, capacidades o alcances de los individuos, tipo y objeto del contrato, y las funciones del Estado resultante del acto pactual, hemos definido puntos de diálogo interno que, si bien son comunes a toda teoría contractual aquí vista, son referentes para articular modelos coherentes que expresan un fenómeno de manera consistente. Estas categorías son particularmente útiles para convencernos de que el universo imaginario de cada autor posee una coherencia interna.

Comencemos con el caso de Hobbes. En su estado de naturaleza, este autor no atribuye ninguna capacidad moral a sus agentes en tanto que las leyes de la naturaleza lo conminan a preservar su vida, entendiendo que la forma más racional de proceder es mediante la defensa propia, incluso si ésta demanda medios violentos para concretarse. El instinto de autopreservación del sujeto hobbesiano se encuentra por encima de cualquier otro mandato natural. En tal sentido, el individuo de Hobbes, que actúa en un vacío tanto político como moral, debe tener una racionalidad tal que le permita preservar su vida en el corto plazo y desarrollar los mecanismos de cooperación que lo habiliten para preservarla en el largo plazo. El contrato resultante debe estar fundado en la racionalidad, pero a la vez debe tener un alcance total, en tanto que nadie puede estar por encima de él en virtud de que genera un orden totalmente nuevo con el objeto de lograr el objetivo primario del individuo (la preservación de la vida), ahora por medios políticos. Si Hobbes hubiera trazado un individuo altruista o si los sentimientos de moralidad dominaran a su sujeto natural por encima del egoísmo, el Estado resultante no tendría justificación para exigir una obediencia irrestricta, en tanto que no sería generador de un nuevo orden político y moral sino continuador de uno ya existente. Las pulsiones vitales en coordinación con una capacidad racional en potencia dentro de un entorno amoral son los elementos que sostienen la idea de un Estado absoluto, con alcances totales. Finalmente, la coherencia interna de la narrativa de Hobbes hace notar cómo personas relativamente autosuficientes y en cierto modo, antisociales, son quienes crean al cuerpo político mediante el regateo de su capacidad natural de autopreservación. El sello distintivo de esta proposición es que, en algún punto, los individuos se ven motivados a producir una empresa colectiva mediante el cálculo transaccional. Por un lado, comprenden los altos costos de no cooperar, mientras que, por otro, observan en la comunidad una condición ventajosa para conseguir sus fines individuales de seguridad y preservación.

En Locke, los individuos comienzan su tránsito hacia el Estado civil en un entorno prepolítico, aunque no premoral. La capacidad que Locke les atribuye a sus sujetos para coexistir, experimentando restricciones innatas a su comportamiento derivadas de leyes naturales más estrictas que las de Hobbes, permite a estos individuos desarrollar una serie de preceptos que les facilite la vida común pero que también les permita generar riqueza. Al haber cimientos morales en este estado natural, el Estado resultante del contrato social nace con la encomienda de respetar tales esferas vitales de los individuos, por lo que no puede ser un ente total como el que dibujó Hobbes. Resulta entonces un ordenamiento político con agentes que ya contaban con derechos y libertades. Así, la tarea del cuerpo político es no sólo respetar los derechos y las libertades naturales de los individuos, sino garantizar que el ejercicio de aquellos y de éstas sea pleno y que pueda desarrollarse de manera eficaz mediante instituciones que no interfieran en las esferas inviolables de la acción humana individual.

La narración de Rousseau transita por las parcelas morales del ser humano para fundar una República. Los sentimientos morales constituyen los aspectos más profundos del comportamiento humano en su estado natural. Más profundos y universales incluso que la razón instrumental. Tal intención de fundar la moral, y posteriormente la política, sobre una base natural emotiva, ubica al argumento de Rousseau como un sistema universalista, ya que la empatía es propia de todos los seres humanos, independientemente de las instituciones que los rijan o de las ideas que desarrollen en sociedad. Para Rousseau, más legítimo que obedecer leyes impuestas por la razón particular de algunos, es seguir aquellas normas que, al emanar de la moral y las emociones compartidas por todos desde su estado natural, llevan la garantía de que no contravendrán los intereses de nadie y que permitirán a todos realizarse como integrantes de una asociación superior a la suma de individuos con intereses particulares.

El fundamento de la autoridad civil en Kant proviene de la capacidad racional de individuos libres que definen, para sí mismos y asumiendo una postura imparcial, los criterios de justicia pública, principios apriorísticos morales provenientes de la razón. Dicho evento fundacional genera el máximo acuerdo sobre el cual se han de fundar las leyes civiles, lo cual a su vez impone restricciones a la actuación del soberano, pues el Estado no es más que una posibilidad emanada del derecho. Únicamente actuando dentro de los linderos de la ley, el Estado cumple con su fin de preservar la libertad de los ciudadanos. Así, el ciudadano reconoce los fundamentos de la obediencia hacia el cuerpo gubernativo primero en un contrato racional generador de leyes imparciales; después, cuando el soberano se ve acotado para respetar los límites de una Constitución basada en principios de libertad, y finalmente, cuando el Estado hace valer la Constitución sin distinciones para promover el uso público de la razón. En el caso de Kant, los seres humanos experimentan una situación moral contradictoria. Por un lado, buscan coexistir con los demás, mientras que, por otro, intentan separarse de ellos. Si bien el sujeto kantiano no está obligado por mandato natural a evitar la violencia en su actuar, tampoco es alguien cuyos comportamientos puramente egoístas o violentos se encuentren naturalmente justificados, pues mantiene cierto deseo por colaborar en la preservación de su sociedad. Aunque no conoce ese proyecto ilustrado y su tarea es descifrarlo. Empero, mientras no desarrolle la habilidad racional de ponerse en el lugar del otro y descubra, en su interior, los criterios más razonables de convivencia, este ser humano se regirá únicamente por los fundamentos privados del derecho.

Algunos problemas del contractualismo político moderno

Si bien es cierto que el contractualismo, como tradición intelectual, tiene una naturaleza variopinta, entre otras cosas porque “la idea del contrato social parece tener muy pocas implicaciones, se utiliza para todo tipo de razones, y genera conclusiones bastante contrarias”,43 nos parece que es igualmente cierto -o al menos eso hemos querido mostrar aquí- que es posible descubrir y explicitar ciertos rasgos comunes entre las diversas teorías contractualistas. Este objetivo es todavía más asequible en tanto que, sobre el contractualismo, podemos predicar (en el sentido de darle un predicado) si éste tiene un carácter político, moral, social, etcétera, y en tanto que podemos decir si estamos hablando del contractualismo clásico, moderno, o contemporáneo.44 Habiendo hecho esto, podemos delinear tanto sus linderos internos como sus linderos externos (ya hicimos esto antes; lo primero, cuando identificamos ciertos rasgos comunes entre las teorías de Hobbes, Locke, Rousseau, y Kant,45 y lo segundo, cuando comparamos algunas de las tesis sustantivas del contractualismo con algunas de las tesis sustantivas del aristotelismo).

Dicho esto, en este apartado consideraremos principalmente dos tipos de problemas del contractualismo político moderno: el conceptual y el normativo. Haremos esto de la mano de tres filósofos: Hume, Hegel, y Michael Sandel, advirtiendo tres cosas antes de proseguir: 1) en el transcurso de nuestra exposición, no distinguiremos explícitamente entre ambos tipos de crítica, la conceptual y la normativa, tan sólo sea porque la distinción, aunque existente, muchas veces no es nítida; 2) mientras que las críticas de Hume y de Hegel abarcan buena parte de la lógica contractualista moderna, tomada como un todo, las críticas de Sandel están esencialmente dirigidas al contractualismo de corte kantiano-rawlsiano (lo que Sandel denomina “liberalismo deontológico”); 3) de la elección de estos tres filósofos de ninguna manera se sigue que sus críticas -o incluso, que el tipo de críticas que hacen- sean exhaustivas, pero sí creemos que son representativas, filosóficamente sólidas, e históricamente importantes.46

Hume sobre el contractualismo

De los cuatro escritos en los que Hume escribió acerca del origen y el fundamento del gobierno - Del origen del gobierno (1740), Del contrato original (1748), De la obediencia pasiva (1748) y De la coalición de partidos (1748) -es en el segundo, Del contrato original, en el que expuso de manera más manifiesta sus críticas al contractualismo, de tal modo que es el escrito de Hume en el que nos enfocaremos-.47 Antes de seguir, es oportuno aclarar lo siguiente. En primer lugar, en Del origen del gobierno pueden encontrarse, no sin dificultad, algunas insinuaciones críticas del contractualismo, pero éstas tienen un aspecto psicologista, aspecto que, si bien es fundamental para la teoría positiva de Hume acerca del origen y el fundamento del gobierno, es virtualmente irrelevante para sus críticas al contractualismo.48 En segundo lugar, Del contrato original, el escrito en el que pondremos nuestra atención, contiene no solamente las opiniones de Hume acerca del contractualismo político moderno (en su caso, las teorías de Hobbes y de Locke), sino también sus opiniones acerca de la postura anticontractualista de su época.49 En tercer lugar, y de algún modo relacionado con el punto anterior, Hume identificó en los whigs (posteriormente, los liberales en el sistema político británico) de su época la defensa de la postura contractualista, y en los tories (posteriormente, los conservadores en el sistema político británico) la defensa de la postura anticontractualista.50

La crítica histórica de Hume al contractualismo51

Para algunos autores, la crítica de corte histórico al contractualismo comienza justamente con Hume.52 Aunque no tendría que ser así, este tipo de crítica va muchas veces de la mano de una crítica epistémica,53 aduciéndose que, dado que no hay evidencia histórica de contrato político alguno, entonces ninguno puede ser, a fortiori, empíricamente demostrable. Esta crítica, que confunde lo históricamente demostrable con lo empíricamente demostrable y además da un gran peso a la demostrabilidad empírica como criterio de significación relevante para la filosofía política, atribuye a la narrativa contractualista cierta pretensión de historicidad que no necesariamente tiene.

En nuestra opinión, Hume no comete el error de confundir lo históricamente demostrable con lo empíricamente demostrable, y cuando atribuye a la narrativa contractualista una cierta pretensión de historicidad, lo hace identificando algunos problemas que entrañan las consideraciones históricas para la propia normatividad de las teorías contractualistas.

¿Podemos decir con seriedad que un pobre campesino o artesano tiene la libre opción de abandonar su país cuando no conoce la lengua ni las costumbres de ningún otro, y cuando vive al día con el pequeño salario que consigue? Sería lo mismo que afirmar que un hombre al que se ha subido a bordo de un barco mientras dormía, por el hecho de quedarse en él, acata voluntariamente la voluntad del capitán, cuando podría saltar y ahogarse en el océano.54

Hume parece aludir a dos cuestiones normativas fundamentales: el consentimiento y la libertad. Desde el punto de vista del consentimiento, la narrativa contractualista no logra explicar por qué la persona dormida no saltaría del barco, a no ser que recurra a la hipótesis de que, estando despierta, habría consentido subirse al barco. Pero éste es el punto de Hume: ¿por qué habrían de estar atadas las personas dormidas (las siguientes generaciones, por ejemplo) a cualesquiera decisiones de las personas despiertas (la generación presente, por ejemplo)? En definitiva, el consentimiento de nuestros ancestros a un contrato no nos obliga a nosotros a obedecer lo estipulado por tal contrato.55

Desde el punto de vista de la libertad, la situación es casi la misma que con respecto al consentimiento, con la diferencia (nada trivial) de que podría argumentarse que una persona dormida acepta, ya sea implícita o explícitamente, las estipulaciones de las personas despiertas cuando sigue lo estipulado (contractuado) por éstas. Pero, de acuerdo con Hume, esta aceptación de las estipulaciones tiene su origen ya sea en la costumbre, ya sea en el miedo, ya sea en la necesidad, de manera tal que, habida cuenta de estos tres orígenes no sólo más verosímiles, sino más probables, en comparación con el origen contractual, no está presente una libertad genuina.

La crítica filosófica de Hume al contractualismo

Ante la pregunta ¿por qué hay que obedecer lo estipulado por un contrato político?, hay dos respuestas posibles (mejor dicho: dos respuestas inteligibles). Para desgracia de la lógica contractualista, bajo la crítica humeana una de ellas es circular y la otra es inútil. La respuesta circular es: porque así está estipulado en el contrato.56 Pero, sea virtuosa o viciosamente circular, en cualquier caso, esta respuesta es inútil: para la teoría contractualista hobbesiana, por ejemplo, seguiría siendo válido que, incluso no obedeciendo lo estipulado por el contrato, la sociedad no subsistiría (así, no hay mucha diferencia entre la circularidad y la inutilidad del argumento contractualista). Esta observación crítica de Hume apunta a que

no es el contrato el que crea el cumplimiento de las promesas, sino el cumplimiento de las promesas el que hace verosímiles los contratos. La teoría del contrato social expresa una actitud hacia el gobierno que ya debió de existir mucho antes, como hábito de obediencia, adquirido por haber experimentado su utilidad.57

Lo anterior puede plantearse más explícitamente como sigue: ¿los modelos de Estado civil estipulados por Hobbes, Locke, Rousseau, etcétera, resultan inverosímiles sin las razones que dichos autores suministran para ellos, respectivamente, la salvaguarda de nuestra vida, la protección imparcial de nuestros derechos naturales, y la recuperación de nuestra libertad original? Si respondemos no, entonces Hume está en lo cierto en que la respuesta no circular a la pregunta ¿por qué obedecer lo estipulado por un contrato político? es, para los mismísimos propósitos contractualistas, inútil. Y si no es inútil ni virtuosamente circular, entonces es burdamente justificativa.58

Hegel sobre el contractualismo59

Son dos los (grandes) reparos que tiene Hegel hacia el contractualismo político moderno,60 reparos que exhibiremos brevemente a continuación.61

Primero, Hegel propuso su noción de ‘estados de eticidad’, entre otras razones, como una respuesta a lo que consideraba como la falacia mayor del contractualismo, a saber, que de un mero contrato resultase un estadio político virtualmente definitivo. Desde el punto de vista del método dialéctico, no es nada sorprendente que Hegel haya cuestionado al contractualismo en su pretensión de explicar el origen y el fundamento del Estado a partir de un dislocamiento narrativo que partió la historia humana en dos: un estado de naturaleza (teóricamente) imperfecto y un Estado civil (teóricamente) perfecto, mediados por un contrato.62 Habida cuenta de que, para Hegel, el Estado constituye el devenir del espíritu universal, devenir que trasciende a cualesquiera eventos superficiales, como lo es un contrato, la lógica contractualista -que entiende el origen y el fundamento del Estado a partir de una decisión estratégica coordinada por las razones intersubjetivas63 de varios individuos en busca de un cuerpo gubernativo útil a sus propósitos- es una lógica falaz. En breve, Hegel desconfía radicalmente de la extraordinaria capacidad de agencia que otorga el contractualismo a los individuos (desconfianza que, en la filosofía política hegeliana, va más allá de desconfianzas particulares, como podrían ser desconfianzas epistémicas, desconfianzas éticas, etc.). Así pues, “asumir que un ser [los individuos particulares] con un papel tan limitado en la enorme obra del universo sea el autor de una creación colectiva tan magnífica [el Estado] le parecerá a Hegel una postura por demás pretenciosa”.64

Segundo, el otro gran contraste entre Hegel y el contractualismo tiene que ver con sus respectivas concepciones de justicia (asunto que será igualmente relevante en nuestro siguiente apartado, dedicado a las críticas de Sandel al contractualismo). Mientras que para la lógica contractualista la medida para sancionar lo justo y lo injusto depende, grosso modo, de que las leyes respeten ciertos derechos (naturales) preestablecidos, de que dichas leyes sean una suerte de reflejo de racionalidades individuales, y de que dichas leyes estén respaldadas (legitimadas) por un poder civil autorizado (contractuado), para Hegel, en cambio, la justicia no es otra cosa que la sublimación del espíritu del pueblo. En otras palabras, es este precepto “el que concede voluntad al Estado (y no la razón del individuo) y el que se plantea como precepto de validez jurídica. […] La virtud de las instituciones se valida no por elementos externos, sino en función de la libertad que proveen […], por la forma en que procuran la intersubjetividad y […] por el modo en que reflejan las costumbres […] en la aplicación de principios universales”.65

Sandel sobre el contractualismo66

Como ya dijimos antes, las críticas de Sandel al contractualismo están esencialmente dirigidas al contractualismo de corte kantiano-rawlsiano, a lo que Sandel llama ‘liberalismo deontológico’. El blanco de ataque de Sandel es muy particular en tanto que 1) entre las diversas hipótesis contractualistas políticas modernas, su blanco de ataque está dirigido a las hipótesis liberales (excluyendo, marcadamente, a Hobbes) y en tanto que 2) entre las diversas hipótesis contractualistas políticas modernas liberales, su blanco de ataque está dirigido a las hipótesis deontológicas (excluyendo, marcadamente, a Locke). Dentro de la tradición contractualista liberal, Sandel distingue la postura kantiana-rawlsiana, que antepone lo justo a lo bueno, el yo a sus fines, la identidad personal a los intereses y las metas de vida de las personas, de la postura lockeana, que sí antepone una concepción particular del bien (por ejemplo, en que la ley natural, dictada según Locke por Dios, ley que nos impide transgredir derechos naturales propios y ajenos, proscribe tanto el suicidio como el homicidio). Ahora bien, no es la particular concepción lockeana del bien lo que interesa a Sandel, sino la idea de que lo bueno puede perfectamente tener no sólo primacía sobre lo correcto, sino también prioridad.

Quizá Hume fue el que más se acercó a describir un “yo” completamente condicionado empíricamente […]. La noción de que la primacía de la justicia podría fundamentarse empíricamente deja de ser del todo plausible cuando consideramos cuán improbable debe ser la generalización necesaria, al menos cuando se aplica a lo largo de todo el abanico de instituciones sociales. Ya que mientras podemos imaginar muy fácilmente que ciertas asociaciones a gran escala como el moderno estado nación podrían satisfacer en muchos casos sus requerimientos, también podemos imaginar sin demasiada dificultad un rango de asociaciones más íntimas o solidarias en las que los valores y objetivos de los participantes coincidan más estrechamente, de forma tal que las circunstancias de la justicia prevalezcan en un grado relativamente reducido.67

Con este punto pretendemos no sólo mostrar una crítica explícita de Sandel a la concepción de justicia de lo que llama “liberalismo deontológico”, sino también, por así decirlo, cerrar el círculo que iniciamos con la crítica de Hume al contractualismo. Si esto no resulta convincente, quedémonos con la síntesis que hizo Sandel del liberalismo deontológico, y comparémoslo, cuanto menos, con el liberalismo lockeano: “una sociedad justa no intenta promover ningún fin particular, sino que permite que sus ciudadanos persigan sus propios fines de un modo compatible con un grado similar de libertad para todos; por consiguiente, es preciso gobernar conforme a principios que no presupongan ninguna concepción particular del bien”.68

Conclusiones

En este artículo hemos buscado proveer razones a favor de la existencia de una teoría general del contractualismo político. Para este fin, hemos argumentado que existe una importante conexión entre filosofía y teoría política. Mientras la primera se caracteriza por tener un carácter abstracto, apriorístico, y pretendidamente universal, la segunda se ubica en un espacio intersticial ente los preceptos universales de la filosofía y la contingencia del mundo político tangible, del que da cuenta la ciencia política.

Aseveramos que el argumento narrativo del contrato social se distingue de otras teorías sobre el origen del Estado tanto en su fundamentación lógica como en sus objetivos y en su aproximación normativa. La artificialidad de lo político como lema genérico, la capacidad del individuo para modificar deliberadamente su entorno a través de una empresa colectiva motivada por fines comunes o propios y la búsqueda de un Estado legítimo, constituyen el núcleo de cada teoría contractualista aquí analizada.

Paralelamente, sostuvimos que la narrativa del contrato social representa una alternativa tanto a la explicación que da cuenta de los fenómenos políticos como un resultado inevitable de la naturaleza humana (Aristóteles) como de la explicación que da cuenta de los fenómenos políticos como un resultado inevitable del devenir histórico (Hegel).

Así, cada una de las teorías contractualistas aquí revisadas muestra un orden argumentativo que define los pormenores teóricos que permiten vislumbrar la construcción voluntaria del Estado más allá de una mera especulación teleológica o determinista.

Empero, según lo que mostramos en el último apartado, dicho “orden argumentativo” (coherencia, si se prefiere) no necesariamente produce teorías epistémicamente fiables, ni mucho menos teorías infalibles (si es que existen tales cosas).69

Sea como sea, quedémonos con el sabio consejo de George Boole: “La estimación de una teoría no está simplemente determinada por su verdad. También depende de la importancia de su objeto y de la extensión de sus aplicaciones, más allá de lo cual debe dejarse algo a la arbitrariedad de la opinión humana”.70

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Notas

[1] Agradecemos los comentarios que sobre una versión previa de este ensayo hicieron dos dictaminadores anónimos, comentarios que lo mejoraron sustantivamente.

[2] Si entendemos ‘fundamento’ como ‘origen’ y como ‘soporte’, à la Tales de Mileto, la distinción entre ‘origen’ y ‘fundamento’ parece disolverse un poco. Por motivos no metafísicos, sino más bien discursivos, en la tradición del contractualismo político dicha distinción también parece disolverse si concedemos que las hipótesis contempladas en el estado de naturaleza no son más que justificaciones para la eventual asociación política resultante, a saber, el Estado. Por el contrario, si consideramos que dichas hipótesis no son justificaciones, sino explicaciones genuinas del origen del Estado, la distinción se hace mucho más patente. La discusión clásica al respecto se encuentra en Robert Nozick, Anarquía, Estado y utopía (México: Fondo de Cultura Económica, 2012), 17-22.

[3] Según lo que en este trabajo entendemos como el objetivo principal del contractualismo político, dicho objetivo consiste en entender, no en conocer, el fundamento del Estado (el doble uso que hacemos aquí del concepto ‘entender’ no es accidental). Para la importante distinción epistémica entre ‘conocimiento’ y ‘entendimiento’, y el valor superior de este último, véase Jonathan Kvanvig, “Conocimiento y entendimiento”, en Miguel Ángel Fernández y Margarita Valdés (eds.), Normas, virtudes y valores epistémicos (México: Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM, 2011), 123-147.

[4] Para la problemática cuestión de qué elementos hacen que una teoría sea aceptable, más allá del elemento de su mera consistencia, véase Catherine Elgin, “Del conocimiento al entendimiento”, en Fernández y Valdés (eds.), Normas, 149-176. A pesar de la distinción técnica entre ‘consistencia’ y ‘coherencia’, la ‘consistencia’ de la que habla Elgin es esencialmente la “coherencia” de la que hablamos nosotros a lo largo de este trabajo.

[5] John Dryzek, Bonnie Honig y Anne Phillips, “Overview of Political Theory”, en Robert Goodin, The Oxford Handbook of Political Science (Oxford: Oxford University Press, 2011), 62-89.

[6] Mario Bunge, La ciencia. Su método y su filosofía (Buenos Aires: Penguin Random House, 2014), 17.

[7] Peter Godfrey-Smith, “On the Relation between Philosophy and Science”, en la primera sesión de la conferencia Gesellschaft für Wissenschaftsphilosophie (GWP) (Hannover, 2013), 1-6.

[8] Sobre el vínculo entre teoría y filosofía política, véase Mark Warren, “What is Political Theory/Philosophy?”, Political Science and Politics, 22 (1989): 606-612.

[9] El enfoque sintáctico, llamado por Hilary Putnam el ‘enfoque recibido’ dada su gran influencia durante la primera mitad del siglo pasado, entendía a la teoría como un conjunto de axiomas que constituyen lenguajes de primer orden a manera de cálculos parcialmente interpretados con base en símbolos y reglas tanto de interacción como de transformación. Por su parte, el enfoque semántico representado por Van Fraassen comprende a la teoría como una serie de modelos que simplifican interacciones complejas de una realidad igualmente compleja. Para una descripción detallada sobre este debate, véase Hans Halvorson, “What Scientific Theories Could Not Be”, Philosophy of Science, 2 (2012): 183-206.

[10] David Schmidtz, “Ideal Theory: What It Is and What Ideally It Would Be”, Ethics, 121 (2011), 775-776. Algunos autores —Bobbio es un ejemplo clásico— advierten que la filosofía política es exclusivamente normativa, mientras que la ciencia política es exclusivamente descriptiva/explicativa.

[11] Dryzek, Honig y Phillips, “Overview”, 63.

[12] Un ejemplo paradigmático de este tipo de teoría política es la teoría política de Rawls.

[13] Warren, “What is”, 609.

[14] Sebastián De Haro, “Science and Philosophy: A Love-Hate Relationship”, en el congreso Rethinking Liberal Education (Ithaca: Universidad de Cornell, 2013), 8.

[15] Hendrik de Regt, “Filosofie en natuurwetenschap: een haat-liefde verhouding”, en Govert Buijs, René van Woudenberg y Mariëtte Willemsen (eds.), Het Nut van de Wijsbegeerte (Amsterdam: Damon, 2004), 16-23.

[16] Norberto Bobbio, “Sobre las posibles relaciones entre Filosofía Política y Ciencia Política”, en José Fernández (ed.), Norberto Bobbio: El filósofo y la política (México: Fondo de Cultura Económica, 2002), 55-71.

[17] Natalia Bondarenko, “El concepto de teoría: de las teorías intradisciplinarias a las transdisciplinarias”, Revista de Teoría y Didáctica de las Ciencias Sociales, 15 (2009): 461-477.

[18] Charles Gelso, “Applying Theories to Research: The Interplay of Theory and Research in Science”, en James Austin y Frederick Leong (eds.), The Psychology Research Handbook (Londres: Sage, 2006), 455-464.

[19] Bobbio, “Sobre las posibles relaciones entre Filosofía Política y Ciencia Política”, 56.

[20] Bondarenko, “El concepto de teoría”, 472.

[21] Dryzek, Honig y Phillips, “Overview of Political Theory”, 63, 68.

[22] Ibid., 63.

[23] Eusebio Fernández García, “La aportación de las teorías contractualistas”, en Francisco Ansuátegui, Eusebio Fernández, Gregorio Peces-Barba y José Rodríguez (coords.), Historia de los derechos fundamentales, tomo II (Madrid: Dykinson, 1998), 3-42.

[24] David Boucher y Paul Kelly (eds.), The Social Contract from Hobbes to Rawls (Londres: Routledge, 1994).

[25] Felipe Schwember, “Razón, consentimiento y contrato. El difícil mínimo común denominador de las teorías contractualistas”, Ideas y valores. Revista colombiana de filosofía, 156 (2014): 101-127.

[26] Fernández García, “La aportación”, 3-42.

[27] Schwember, “Razón, consentimiento y contrato”, 103. Cursivas añadidas.

[28] Patrick Riley, “Contrato social”, en David Miller (ed.), Enciclopedia del pensamiento político (Madrid: Alianza Editorial, 1989), 112.

[29] Ibidem.

[30] Presupuesto que no es de ninguna manera exclusivo de los contractualistas (agradecemos a un dictaminador anónimo que haya resaltado este punto). En efecto, la tradición de la teoría de la(s) ley(es) natural(es) abarca no sólo a los filósofos contractualistas, sino también a filósofos anticontractualistas ex post, como Aristóteles o Santo Tomás de Aquino, así como a filósofos aparentemente ajenos, pro o en contra, a dicha tradición, como Platón.

[31] José Fernández, El despertar de la sociedad civil (México: Océano, 2003), 62-83.

[32] Como en el caso de Hegel, en donde entre el individuo y el Estado media la sociedad civil.

[33] Antonio Porras, “Contractualismo y neocontractualismo”, en Revista de Estudios Políticos, 41 (1984): 15-41.

[34] Manuel Castillo, “El pensamiento contractualista. Norberto Bobbio y la teoría política”, en Investigaciones Sociales, 12 (2004): 16. Esta afirmación hay que tomarla con reservas. En el caso de Locke, por ejemplo, de lo que se trata primordialmente es de la protección de los derechos de personas con propiedades.

[35] Castillo, “El pensamiento contractualista”, 17.

[36] Porras, “Contractualismo y neocontractualismo”, 16.

[37] Esto es claro en Hobbes: su filosofía político-moral (y también el resto de su filosofía) está fuertemente influida por la física de Galileo (de ahí su mecanicismo) y por Guillermo de Ockham (de ahí su nominalismo), además de ser predominantemente empirista. Que los resultados de Hobbes sean científicamente válidos o no es irrelevante para la tesis de que su pretensión era científica.

[38] Esto es particularmente claro en la teoría contractualista de Kant.

[39] Joseph Rychlak, A Philosophy of Science for Personality Theory (Boston: Houghton Mifflin, 1968), 189.

[40] Fernández García, “La aportación”, 11.

[41] Para la importancia del aspecto voluntarista en la idea del contrato social véase Jonathan Wolff, Filosofía política: una introducción (Barcelona: Ariel, 2001), 58.

[42] Véase Gelso, “Applying theories”, 90, y Rychlak, A Philosophy of Science, 89. En nuestra opinión, de las teorías aquí analizadas, la lockeana es la que mejor lleva a cabo “una función integrativa de sus conceptos a partir de constructos conectivos para controlar posibles efectos distorsionadores de sus explicaciones”, en tanto que contempla posibles contratiempos dentro de su propia teoría.

[43] Boucher y Kelly, The Social Contract, 2.

[44] Por ejemplo, la teoría contractualista de Thomas Scanlon es una teoría contractualista moral contemporánea. Pero aún hay más, porque su teoría contempla un campo restringido de la moralidad, el campo de lo correcto y lo incorrecto, campo que Scanlon identifica con lo que nos debemos unos a otros. Véase Thomas Scanlon, What We Owe to Each Other (Cambridge: Harvard University Press, 1998).

[45] Para una discusión de la teoría contractualista de Spinoza en la línea del método de este ensayo véase Sergio Bárcena y Emilio Méndez, La ilegítima autoridad de Adán: ensayos sobre contractualismo político (México: Tecnológico de Monterrey / Porrúa, 2019), 75-78.

[46] Sobre este último punto, es importante observar que, así como en la historia de la filosofía política la tradición contractualista es de larga data (sus primeras manifestaciones ya se encuentran en sofistas como Antifonte e Hipias de Élide), paralelamente hay una larga tradición crítica del contractualismo. Para algunas de esas críticas véase Boucher y Kelly, The Social Contract, especialmente los capítulos 1, 5, 8, 9, 11, y 13. Junto con Hume y Hegel, los otros grandes críticos del contractualismo moderno son Burke y Bentham. Para la opinión de que Bentham fue, comparativamente, un crítico menor del contractualismo, véase Michael Oakeshott, La política de la fe y la política del escepticismo (México: Fondo de Cultura Económica, 1998), 118. Por otra parte, no son filosóficamente menos fructíferos los esfuerzos que se han hecho por discutir críticamente una teoría contractualista particular. Para un esfuerzo tal, dedicado a la teoría de Rawls, véase Norman Daniels (ed.), Reading Rawls: Critical Studies on Rawls’ ‘A Theory of Justice’ (California: Stanford University Press, 1989).

[47] Todas las referencias al respecto son de David Hume, Ensayos morales, políticos y literarios (Madrid: Trotta, 2011), 405-422.

[48] Para el (supuesto) psicologismo en Hume, véase Karl Aschenbrenner, “Psychologism in Hume”, The Philosophical Quarterly, 42 (1961): 28-38.

[49] Algo no sorprendente dado el papel que, según Hume, debe adoptar cualquier filósofo que se embarque en asuntos políticos: el papel de la neutralidad. Sin embargo, aquí no discutiremos las opiniones de Hume sobre la postura anticontractualista de su época. Para esta discusión, véase Bárcena y Méndez, La ilegítima autoridad, 199-213.

[50] Para la relación diacrónica entre Hume y los whigs véase Oakeshott, La política de la fe, 107-170. Para Hume como un whig, véase James Conniff, “Hume on Political Parties: The Case for Hume as a Whig”, Eighteen-Century Studies, 2 (1978-1979): 150-173.

[51] Tanto este apartado como el siguiente están fuertemente basados en Bárcena y Méndez, La ilegítima autoridad, 208-213.

[52] Véase, por ejemplo, Ann Cudd, “Contractarianism”, Stanford Encyclopedia of Philosophy (2017) [en línea].

[53] José Fernández, “David Hume y el contractualismo”, Política y Sociedad, 53 (2016), 463, es un claro ejemplo de esta interpretación; ahí leemos: “desde el punto de vista filosófico el utilitarismo [(postura que Fernández identifica con Hume)] puso de relieve los orígenes empíricos del Estado, pero no su justificación normativa, racional”. Más adelante veremos algunas de las críticas de Hegel al contractualismo, pero es interesante hacer notar, desde ya, que, así como Fernández identifica en Hume una suerte de crítica empírica a la justificación racionalista (contractualista) del Estado, Hegel critica, desde una posición racionalista, la (supuesta) justificación empírica del Estado por parte del contractualismo (particularmente, el de Hobbes). Aunque no desarrollaremos este punto, nos parece que hay serios problemas en atribuir a Hume una mera crítica empírica (o incluso una crítica empírica más una crítica utilitarista, como supone Fernández) al contractualismo, así como en atribuir a Hobbes (como parece hacer Hegel) un mero entendimiento empírico acerca del Estado.

[54] Hume, Ensayos morales, 213.

[55] Al respecto, un contractualista podría replicar que el suyo es un contrato hipotético, no un contrato históricamente rastreable. Y esta especie de diálogo dialéctico no terminaría aquí. Para la réplica de Dworkin al último argumento contractualista, véase Ronald Dworkin, “The Original Position”, en Daniels, Reading Rawls, 16-53. Para una (posible) réplica a Dworkin, véase David Gauthier, Morals by Agreement (Oxford: Oxford University Press, 1999).

[56] Según ciertos considerandos morales, epistémicos, e incluso pragmáticos, esta respuesta puede ser virtuosamente circular o viciosamente circular. Por ejemplo, una respuesta hobbesiana virtuosamente circular sería: porque de otro modo, esto es, no siguiendo lo estipulado por el contrato político, no subsistiría la sociedad.

[57] Timothy Fuller, “Jeremy Bentham y James Mill”, en Leo Strauss y Joseph Cropsey (comps.), Historia de la filosofía política (México: Fondo de Cultura Económica, 2009), 680.

[58] Recuérdese la importante distinción que, al principio de este ensayo, establecimos entre justificación y explicación.

[59] Este apartado está fuertemente basado en Bárcena y Méndez, La ilegítima autoridad, 213-243.

[60] Como lo hemos hecho a lo largo de este trabajo, entenderemos al contractualismo político moderno como aquel que inicia con Hobbes y termina con Kant.

[61] Para un tratamiento mucho más exhaustivo de la relación entre Hegel y la teoría del contrato social véase Norberto Bobbio, “Hegel y el iusnaturalismo”, Revista de filosofía DIÁNOIA, 13 (1967), 55-78.

[62] La excepción sería, prima facie, Rousseau, porque en Rousseau el estado de naturaleza es (teóricamente) perfecto. Empero, no es difícil modificar la teoría rousseauniana a fin de hacerla susceptible a la crítica hegeliana.

[63] Las razones intersubjetivas son mucho más claras en Hobbes y en Locke que en Rousseau y en Kant. Sobre este último punto, véase Nadia Urbinati, “Representation as Advocacy: A Study of Democratic Deliberation”, Political Theory, 6 (2000): 758-786.

[64] Bárcena y Méndez, La ilegítima autoridad, 216.

[65] Ibid., 217.

[66] Para otras críticas contemporáneas, directas o indirectas, a la lógica contractualista desde el punto de vista de la justicia, véanse Ronald Dworkin, Justicia para erizos (México: Fondo de Cultura Económica, 2014); Derek Parfit, Reasons and Persons (Oxford: Oxford University Press, 1987), y Amartya Sen, La idea de la justicia (México: Santillana, 2010).

[67] Michael Sandel, El liberalismo y los límites de la justicia (Barcelona: Gedisa, 2000), 27, 49-50.

[68] Michael Sandel, Filosofía pública: ensayos sobre moral en política (Barcelona: Marbot, 2008), 214.

[69] Para algunos textos contemporáneos relativos a la relación (epistémica) entre coherencia y fiabilidad, entre infalibilidad y fundacionismo (interno, à la Descartes), etcétra, véase Claudia García, Ángeles Eraña y Patricia King (comps.), Teorías contemporáneas de la justificación epistémica: Teorías de la justificación en la epistemología analítica (México: Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM, 2013).

[70] George Boole, The Mathematical Analysis of Logic (Londres: George Bell, 1847), 2.


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